Obras de Teatro de Miguel Iriarte

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Miguel Iriarte es un hombre de barrio. De San Vicente. Vivió su niñez de pobreza con dignidad y sintió el palpitar del corazón del pueblo. No hay para qué ponerle afeites distintos a una realidad auténtica que, por serlo, vale mucho más. El corso de la «república» sanvicentina; el viento agrio del cercano matadero, el recuerdo aún no difuso del tranway tirado por caballos pero ya reemplazado por el eléctrico; el rasgar de las cuerdas guitarreras de noches de serenata; la vida humilde donde no faltaban las chispas de alegría y nieblas de pesares; la reunión esquinera de los muchachones en el atardecer, con sus dichos confianzudos y muchas veces ingenuotes. Así, todo un mundo muchas veces extraño, angustiante o lleno de alborozos, de gestos con amistades perdurables o de las balandronadas de los cuchilleros acostumbrados a imponer su autoridad comiteril a fuerza de presencia o de tajos. Ese universo fue visto por Miguel Iriarte. Estaba en sus ojos y en su corazón. No sabía de la técnica con que se armaba una obra teatral, y las primeras lecciones las tuvo al asomarse a las veladas de los «cuadros filodramátccos» o a los fines de las funciones de los circos, donde ya habían comenzado a agonizar los pasajes de Juan Moreira, Hormiga Negra, Juan Cabello…

Un día, con pocas letras pero con tremenda emoción brotándole por todos los poros del alma y del recuerdo, reflejó a su barriada. 1976. Así nació «San Vicente Super Star». Cuando la sorpresa del éxito le dejó más claro el camino, no se aquietó. Tiene hasta ahora la impaciencia de los creadores. Y si en «15 caras bonitas» intentó cierto paso revisteril, «Una familia tipo», «Las Gallegas», «Eran cinco hermanos y ella no era muy santa», «El guante», «El trueque» y otras producciones escénicas fueron dando nervadura más firme a su obra autoral. La crítica ha dicho a través de avezados catadores de las excelencias o los desvíos, el elogio acerca de las producciones de Iriarte, lo que nunca significó esconder las reticencias.

Miguel Iriarte no aspiró sino a espejar su pueblo, el suburbano, el «orillero» para las gentes del «centro» cordobés, y en casi todas sus piezas acertó con la fórmula del éxito. Más allá de los valores que enfocamos, dispares algunas veces, hay una verdad innegable: entregó y lo sigue haciendo, a través del teatro, la visión de una Córdoba ya camino de la añoranza y también de la que existe con fuertes reminiscencias del pasado, a pesar de las simulaciones muchas veces introducidas por el progreso y su turbulencia, ese avanzar que hace más compleja la vida. El mérito de lo hecho por Miguel Iriarte tiene categórica fidelidad con una realidad imposible de desmentir en el ámbito de un sector amplio del pueblo cordobés. No tenemos para qué revisar las páginas del historial del teatro en el mundo, para poseer la certidumbre de que mucho de lo perdurable escrito para la escena está afirmado con esas raíces de pueblo. Ello no significó nunca menosprecio hacia manifestaciones culturales nacidas en otras vertientes. Pero en la tarea autoral de Córdoba, con proyecciones aplaudidas hasta fuera de ella y del exterior, la de Miguel Iriarte merece ser subrayada con firme trazo. Y con tinta de sinceridad. Y con muy válida definición.

Efraín U. Bischoff

– IRIARTE, Miguel (2000). Obras de teatro. Buenos Aires, Instituto Nacional del Teatro.

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